Foto: MINPPPI
“Durante las dos últimas décadas,
la etnología ha conocido un desarrollo brillante gracias al cual las [mal
llamadas] sociedades ‘primitivas’ – han
escapado, sino a su destino (la desaparición) por lo menos al exilio al que las
condenaba, en el pensamiento y la imaginación de Occidente, una tradición de
exotismo muy antigua. La cándida convicción de que la civilización
europea era absolutamente superior a todo otro sistema social fue poco a poco
sustituida por el reconocimiento de un relativismo cultural que, renunciando a
la afirmación imperialista de una jerarquía de valores, admite en adelante,
absteniéndose de juzgar, la coexistencia de diferencias socio-culturales.
En otras palabras, ya no se mira a las sociedades ‘primitivas’ con el ojo
curioso o divertido del aficionado más o menos esclarecido, más o menos humanista;
de alguna manera se las toma en serio. La cuestión es saber hasta dónde
llega esta toma en serio.
¿Qué se entiende
precisamente por sociedad ‘primitiva’? La respuesta la proporciona la
antropología más clásica cuando se propone determinar el ser específico de
estas sociedades, cuando quiere indicar aquello que hace de ellas formaciones
sociales irreductibles: las sociedades ‘primitivas’ son las sociedades sin
Estado, las sociedades cuyo cuerpo no posee un órgano de poder político
separado. La presencia o ausencia de Estado sirve de base para una
primera clasificación de las sociedades que, una vez completada, permite
ordenarlas en dos grupos: las sociedades sin Estado y las sociedades con
Estado, las sociedades ‘primitivas’ y las otras. Esto no significa, por
supuesto, que todas las sociedades con Estado sean idénticas: no podríamos
reducir a un solo tipo las diversas figuras históricas del Estado y nada
permite confundir el Estado despótico arcaico con el liberal burgués o el
Estado totalitario fascista o comunista. Evitando esta confusión que
impediría, en particular, comprender la novedad y la especificidad radicales
del Estado totalitario, tendremos una propiedad común que hace oponerse en
bloque a las sociedades con Estado y las sociedades ‘primitivas’. Las
primeras presentan, todas ellas, esa dimensión de división desconocida entre
las otras. Todas las sociedades con Estado están divididas en dominadores
y dominados, mientras que las sociedades sin Estado ignoran esta división.
Definir a las sociedades ‘primitivas’ como sociedades sin Estado equivale a
decir que éstas son homogéneas en su ser, indivisas. Vemos aquí la
definición etnológica de estas sociedades: carecen de un órgano de poder
separado, el poder no está separado de la sociedad.
Tomarse en serio las sociedades
‘primitivas’ significa reflexionar sobre esta proposición que, en efecto, las
define perfectamente: en ellas no se puede aislar una esfera política distinta
de la esfera social Sabemos que, desde su aurora griega, el pensamiento
político de Occidente ha sabido descubrir en lo político la esencia de lo
social humano (el hombre es un animal político), encontrando la esencia de lo
político en la división social entre dominadores y dominados, entre aquellos
que saben y, por lo tanto, mandan sobre aquellos que no saben y, en
consecuencia, obedecen. Lo social es lo político, lo político es el
ejercicio del poder (legítimo o no, poco importa aquí) por uno o algunos sobre
el resto de la sociedad (para su bien o su mal, poco importa aquí): para
Heráclito, como para Platón o Aristóteles, no existe sociedad si no es bajo la
égida de los reyes, la sociedad no es pensable sin su división entre los que
mandan y los que obedecen, y allí donde falta el ejercicio del poder nos encontramos
en lo infra-social, en la no-sociedad.
Es más o menos en estos
términos que los primeros europeos juzgaron a los indígenas de América del Sur,
en los albores del siglo XVI. Al comprobar que los «jefes» no poseían
ningún poder sobre las tribus, que nadie mandaba y nadie obedecía, declararon
que esas gentes no eran civilizadas, que no se trataba de verdaderas
sociedades: Salvajes «sin fe, sin ley, sin rey».
Es cierto que más de una vez los
propios etnólogos se han visto en un aprieto cuando se trataba no ya de
comprender sino simplemente de describir esta exótica particularidad de las
sociedades ‘primitivas’: aquellos que llamamos líderes están desprovistos de
todo poder, la jefatura se instituye exteriormente al ejercicio del poder
político.
Funcionalmente esto parece un
absurdo: ¿Cómo imaginar una disyunción entre jefatura y poder? ¿Para qué
sirven los jefes si les falta el atributo esencial que hace de ellos justamente
jefes, es decir, la posibilidad de ejercer el poder sobre la comunidad? En
realidad, el hecho que el jefe salvaje no detente el poder de mandar no
significa que no sirva para nada: por el contrario, ha sido investido por la
sociedad con un cierto número de tareas y en este sentido se podría ver en él a
una especie de funcionario (no remunerado) de la sociedad. ¿Qué hace un
jefe sin poder? Se le ha encargado, en última instancia, de ocuparse y
asumir la voluntad de la sociedad de aparecer como una totalidad única, es
decir, el esfuerzo concertado, deliberado, de la comunidad con vistas a afirmar
su especificidad, su autonomía, su independencia en relación con otras
comunidades. En otras palabras, el líder ‘primitivo’ es principalmente el
hombre que habla en nombre de la sociedad cuando circunstancias y
acontecimientos la ponen en relación con otras sociedades. Estas últimas
siempre se dividen, para toda comunidad ‘primitiva’, en dos clases: amigos y
enemigos. Con los primeros se trata de anudar o reforzar las relaciones
de alianza, con los otros de llevar a buen término, cuando el caso se presente,
las operaciones guerreras. De ello se desprende que las funciones
concretas y empíricas del líder se despliegan en el campo, por así decirlo, de
las relaciones internacionales y exigen, por consiguiente, las cualidades apropiadas
a este tipo de actividad: habilidad, talento diplomático para consolidar la red
de alianzas que asegurarán la seguridad de la comunidad; coraje, disposiciones
guerreras para asegurar una defensa eficaz contra los ataques de los enemigos
o, si es posible, la victoria en las expediciones contra ellos.
Pero, se podrá objetar, ¿No son
éstas las mismas tareas de un ministro de Asuntos Extranjeros o de un ministro
de Defensa? Sin duda. Con la única, pero fundamental, diferencia de
que el líder ‘primitivo’ no toma jamás la decisión de su propio jefe (si se
quiere) para imponerla seguidamente a la comunidad. La estrategia de
alianza que desarrolla, la táctica militar que proyecta, jamás son las suyas
propias sino aquellas que responden exactamente al deseo o la voluntad
explícita de la tribu. Todas las transacciones o negociaciones eventuales
son públicas, la intención de hacer la guerra no se proclama hasta que la
comunidad así lo quiere. Y, naturalmente, no puede ser de otro modo, ya
que si un líder tiene la intención de llevar por su cuenta una política de
alianza u hostilidad con sus vecinos no puede imponerla por ningún medio a la
sociedad puesto que, como sabemos, está desprovisto de poder. De hecho no
dispone más que de un derecho o más bien de un deber: ser portavoz, comunicar a
los Otros el deseo y la voluntad de la sociedad.
¿Cuáles son las demás funciones
del jefe, no ya como encargado de las relaciones exteriores de su grupo con los
extranjeros sino en sus relaciones internas con el propio grupo? Huelga
decir que si la comunidad lo reconoce como líder (portavoz) cuando afirma su
unidad en referencia a otras unidades, le acredita un mínimo de confianza
garantizada por las cualidades que despliega precisamente al servicio de esa
sociedad. Es lo que denominamos prestigio, generalmente confundido,
erróneamente, con el poder.
Se comprende así claramente
que en el seno de su propia sociedad la opinión del líder, apoyada por el
prestigio de que goza, sea atendida, llegado el caso, con mayor consideración
que la del resto de los individuos. Pero la atención particular con que
se honra (no siempre, por otra parte) la palabra del jefe no llega nunca a
dejarla transformarse en palabra de mando, en discurso de poder: el punto de
vista del líder sólo será escuchado cuando exprese el punto de vista de la
sociedad como totalidad. De ello resulta que no solamente el jefe no
formula órdenes, que sabe de antemano que nadie obedecerá, sino que tampoco
puede (es decir que no detenta el poder de) arbitrar en caso de conflicto entre
dos individuos o de dos familias. No intentará zanjar el litigio según
una ley ausente de la que él sería el órgano, sino apaciguarlo apelando al
sentido común, a los buenos sentimientos de las partes en conflicto,
refiriéndose sin cesar a la tradición de buen entendimiento legada desde
siempre por los ancestros. De la boca del jefe no brotan las palabras que
sancionan la relación de mando-obediencia sino el discurso de la propia
sociedad sobre ella misma, discurso a través del cual se proclama comunidad
indivisa y voluntad de perseverar en su condición indivisa.
Las sociedades ‘primitivas’
son, por lo tanto, sociedades indivisas (y por ello mismo cada una se concibe
como totalidad): sociedades sin clases -sin ricos que exploten a pobres-,
sociedades sin división en dominadores y dominados -sin órgano de poder
separado. Ha llegado el momento de tomarse muy en serio esta última
propiedad sociológica de las sociedades ‘primitivas’. ¿La separación
entre jefatura y poder significa acaso que no se plantea en ellas la cuestión
del poder, que son sociedades apolíticas? El, «pensamiento» evolucionista
-y su variante en apariencia menos sumaria, el marxismo (sobre todo el de
Engels)- responde afirmativamente a esta pregunta, y que ello se debe al
carácter ‘primitivo’ o primario de estas sociedades: son la infancia de la
humanidad, la primera edad de su evolución y, como tal, incompletas,
inacabadas, destinadas en consecuencia a crecer, a convertirse en adultas, a
pasar de lo apolítico a lo político. El destino de toda sociedad es su
división, es el poder separado de la sociedad, es el Estado como órgano que
conoce el bien común y se encarga de imponerlo.
Tal es la concepción tradicional,
casi general, de las sociedades ‘primitivas’ como sociedades sin Estado.
La ausencia del Estado marca su condición incompleta, el estado embrionario de
su existencia, su ‘ahistoricidad’ ¿Pero es esto correcto? Está
claro que un juicio de este tipo no es, de hecho, más que un prejuicio ideológico
porque implica una concepción de la historia como movimiento necesario de la
humanidad a través de las figuras de lo social que se engendran y encadenan
mecánicamente. Pero desde el momento en que nos neguemos a esta
neo-teología de la historia, y su continuismo fanático, las sociedades
‘primitivas’ dejan de ocupar el grado cero de la historia, henchidas al
mismo tiempo de toda la historia que ha de venir y que está inscrita de
antemano en su ser. Liberada de este exotismo nada inocente, la
antropología puede entonces encarar con seriedad la verdadera cuestión de lo
político: ¿por qué las sociedades ‘primitivas’ son sociedades sin Estado?
Como sociedades completas, acabadas, adultas y no ya como embriones
infra-políticos, las sociedades ‘primitivas’ carecen de Estado porque se niegan
a ello, porque rechazan la división del cuerpo social en dominadores y
dominados. La política de los Salvajes se opone constantemente a la
aparición de un órgano de poder separado, impide el encuentro siempre fatal
entre la institución de la jefatura y el ejercicio del poder. En la
sociedad ‘primitiva’ no hay órgano de poder separado porque el poder no está
separado de la sociedad, porque es ella quien lo detenta como totalidad, con
vistas a mantener su ser indiviso, de conjurar la aparición en su seno de la
desigualdad entre señores y sujetos, entre el jefe y la tribu. Detentar
el poder es ejercerlo, ejercerlo es dominar a aquellos sobre quienes se lo
ejerce: he aquí precisamente lo que no quieren (no quisieron) las sociedades
‘primitivas’, he aquí por qué los jefes no tienen poder, por qué el poder no se
recorta del cuerpo social. Rechazo de la desigualdad, rechazo del poder
separado: una preocupación constante en todas las sociedades
‘primitivas’. Saben muy bien que si renuncian a esta lucha, si cesan de
contener esas fuerzas subterráneas que se llaman deseo de poder y deseo de
sumisión y sin cuya liberación no se puede comprender la irrupción de la
dominación y la servidumbre, perderían su libertad.
La jefatura en la sociedad ‘primitiva’
no es sino el lugar supuesto, aparente del poder. ¿Cuál es el lugar
real? Es el propio cuerpo social que lo detenta y ejerce como unidad
indivisa. Este poder no separado de la sociedad se ejerce en un solo
sentido, anima un solo proyecto: mantener indiviso el ser de la sociedad,
impedir que la desigualdad entre los hombres instaure la división en la
sociedad. De ello se desprende que este poder se ejerce sobre todo
aquello que es capaz de alienar la sociedad, de introducir en ella la desigualdad:
se ejerce sobre la institución de la que podría surgir la captación del poder,
la jefatura. El jefe en la tribu está bajo vigilancia: la sociedad vela
para no dejar que el gusto por el prestigio se torne deseo de poder.
Sí el deseo de poder del jefe se hace demasiado evidente el procedimiento
llevado a cabo es simple: se le abandona; a veces, incluso se le mata. Es
posible que el espectro de la división amenace a la sociedad ‘primitiva’, pero
ésta posee los medios de exorcizarlo.
El
ejemplo de las sociedades ‘primitivas’ nos enseña que la división no es
inherente al ser social; en otros términos, que el Estado no es eterno, que
tiene en todas partes una fecha de nacimiento. ¿Cuál ha sido la causa de
su surgimiento? La pregunta sobre el origen del Estado debe precisarse
así: ¿en qué condiciones una sociedad deja de ser ‘primitiva’? ¿Por qué
las codificaciones que conjuran al Estado fallan en tal o cual momento de la
historia? Es indudable que sólo la interrogación atenta al funcionamiento
de las sociedades ‘primitivas’ permitirá esclarecer el problema de los
orígenes. Y quizá la solución del misterio sobre el momento del
nacimiento del Estado permita esclarecer también las condiciones de posibilidad
(realizables o no) de su muerte.”
-Pierre Clastres*
*Antropólogo político francés. Artículo
adaptado al español del original, publicado en la revista ‘Interrogations’, julio 1976 ("La
question du pouvoir dans les sociétés primitives").